Cuando comemos cualquier alimento rico en carbohidratos, el nivel de glucosa en la sangre se incrementa progresivamente según se digieren y asimilan los almidones y azúcares que contiene. La velocidad a la que se digieren y absorben los diferentes alimentos depende del tipo de nutrientes que los componen, de la cantidad de fibra presente y de la composición del resto de alimentos presentes en el estómago e intestino durante la digestión. Estos aspectos se valoran a través del índice glucémico de un alimento. Dicho índice es la relación entre el
área de la curva de la absorción de la ingesta de 50 gr. de glucosa pura a lo largo de cierto tiempo, con la obtenida al ingerir la misma cantidad de ese alimento.
El índice glucémico se determina en laboratorios bajo condiciones controladas. El proceso consiste en tomar, cada cierto periodo, muestras de sangre a una persona a la que se le ha hecho consumir soluciones de glucosa pura unas veces y el alimento en cuestión otras. A pesar de ser bastante complicado de determinar, su interpretación es muy sencilla: los índices elevados implican una rápida absorción, mientras que los índices bajos indican una absorción pausada. Este índice es de gran importancia para los diabéticos, ya que deben evitar las subidas y bajadas rápidas de glucosa en la sangre.
¿Y qué pasa con los carbohidratos de alto contenido glucémico?
En primer lugar, al aumentar rápidamente el nivel de azúcar en la sangre se segrega insulina en grandes cantidades, pero como las células no pueden quemar adecuadamente toda la energía de la glucosa, el metabolismo se activa y comienza a transformarla en grasa. Esta grasa se almacena en las células del tejido adiposo. Nuestro código genético está programado de esta manera para permitirnos sobrevivir mejor a los periodos de escasez de alimentos.
En una sociedad como la nuestra, en la que casi nunca llega el nivel de hambruna posterior al atracón, todas las reservas grasas se quedan sin utilizar y nos volvemos obesos.
Posteriormente, toda esa insulina que hemos segregado consigue que la azúcar abandone la corriente sanguínea y, dos o tres horas después, la azúcar en la sangre cae por debajo de lo normal y pasamos a un estado de hipoglucemia. Cuando esto sucede, el funcionamiento de nuestro cuerpo y el de nuestra cabeza no están a la par, y sentimos la necesidad de devorar más alimento. Y si volvemos a comer más carbohidratos, para calmar la sensación de hambre ocasionada por la rápida disminución de la glucosa, volvemos a segregar otra gran dosis de insulina, y así entramos en un círculo vicioso que se repetirá una y otravez cada pocas horas.
Este proceso se le aplica al ganado para conseguir una engorda artificial a base de suministrarle dosis periódicas de insulina. De hecho, algunos científicos han llamado a la insulina "la hormona del hambre".
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